Testimonios por una educación pública de calidad

Aquí tenéis algunos testimonios ficcionados que argumentan y dan solidez a la necesidad de una lucha por la educación pública.

Marcos

De la rabia a la admiración

Siempre había pensado que el profe de Lengua, Guzmán, era demasiado duro. Nos daba más lecturas y trabajos que cualquier otro, y cada vez que trataba de hacer una broma para “aligerar el ambiente”, nadie se reía. Él decía que su objetivo era “prepararnos para el futuro”, pero yo solo sentía que nos agobiaba. Todo el mundo en mi clase pensaba igual, y aunque intentábamos seguirle el ritmo, muchos ya ni se molestaban en hacer sus tareas, yo incluido.

Un día, justo después de devolvernos el último examen (que, para variar, me había salido fatal), me quedé en clase, enfadado. La clase se vació y yo no moví ni un dedo para recoger mis cosas. Guzmán notó mi frustración y se acercó.

—¿Te puedo ayudar en algo, Marcos? —me preguntó con su tono pausado y esa calma que siempre parecía sacarme de quicio.

Suspiré y, aunque sabía que no era el mejor momento, decidí soltarlo todo.

—Sinceramente, profe, no entiendo por qué nos hace trabajar tanto. Ningún otro profesor nos pide tantas cosas. Parece que no se da cuenta de que tenemos otras clases y también tenemos vida fuera del instituto —le solté, intentando no sonar muy agresivo, aunque creo que no lo logré.

Él me miró con una expresión pensativa y asintió despacio. Luego se sentó en una de las mesas, como preparándose para una charla larga.

—Marcos, entiendo lo que sientes. Sé que para ti y tus compañeros, mi clase puede parecer una carga enorme, especialmente cuando tenéis tantas otras asignaturas. Pero… ¿te has preguntado por qué hago esto?

—No sé… —dije, encogiéndome de hombros—, ¿porque quiere fastidiarnos?

Guzmán soltó una pequeña risa, como si le hubiera hecho gracia el comentario.

—No es eso, créeme. ¿Sabes? Cuando decidí dedicarme a enseñar, mi sueño era que cada estudiante pudiera descubrir sus talentos y aprender a pensar por sí mismo. Que, cuando salierais de aquí, tuvierais una buena base para enfrentaros al mundo, que es cada vez más complejo. —Se quedó en silencio un segundo y luego añadió—: Pero es cierto, muchas veces siento que no estoy logrando eso, y créeme, no es porque no lo intente.

Lo miré con escepticismo, pero algo en su tono me hizo callarme y escucharlo.

—Cada día, entro a esta clase y me doy cuenta de que lo que realmente necesitáis va mucho más allá de lo que puedo daros. La clase es demasiado grande, tengo poco tiempo para cada uno y, además, con toda la burocracia y los proyectos que el centro nos pide completar… Siento que estoy atrapado en un sistema que no me permite enseñar de verdad. ¿Sabes cuántas veces he deseado poder sentarme con cada uno de vosotros y ayudaros uno a uno? Pero cuando tienes cinco clases de treinta estudiantes, apenas puedes recordar todos los nombres, menos aún ayudar en serio.

Noté un cambio en su voz, como si estuviera hablando con total sinceridad, casi desahogándose. Nunca había pensado en cómo se sentía él al darnos clase. Para mí, los profesores eran solo eso: profes, no personas con frustraciones.

—Sé que me ven como “el profe pesado de Lengua” —continuó—, y entiendo por qué lo hacen. Pero, ¿te digo algo? —Se inclinó hacia adelante, mirándome directamente—: Vosotros sois lo mejor de mi día. Cada uno de vosotros tiene tanto potencial, pero el sistema… no nos deja tiempo para verlo. Y eso me frustra más de lo que puedes imaginar.

Me quedé en silencio, sin saber qué decir. Nunca había pensado que el señor Guzmán tuviera esas preocupaciones. Siempre me lo imaginaba terminando el día y olvidándose de nosotros, mientras nosotros quedábamos atrapados con sus tareas. Pero ahora, sentía como si viera un lado suyo completamente diferente.

Decidí hablar, aunque todavía estaba confuso.

—Entonces, ¿por qué no nos lo explica? —le pregunté, tratando de ordenar mis ideas—. Si de verdad quiere ayudarnos, ¿por qué no lo hace de una manera que no nos abrume?

Guzmán asintió, como si realmente valorara mi pregunta.

—Porque me siento impotente, Marcos. Si tuviera más tiempo para cada clase, o menos alumnos, podríamos enfocarnos en lo esencial, en entender de verdad, en debatir y razonar. Pero la verdad es que el sistema no nos da esas herramientas. Nos pide que sigamos adelante, que cubramos el temario, que rellenemos papeles… Y, al final, ni vosotros aprendéis de la manera que merecéis ni yo logro enseñar como quiero.

Hubo un momento de silencio entre los dos. Guzmán parecía agotado, y por primera vez, entendí lo que significaba ser profesor en un sistema que no te da ni el tiempo ni los recursos para cumplir tus objetivos.

—¿Y entonces por qué sigue aquí? —le pregunté finalmente.

Él sonrió y se cruzó de brazos.

—Porque cada vez que veo que alguien capta algo importante, que un alumno entiende algo nuevo y se siente más seguro, cada vez que descubren que pueden enfrentarse a un reto y salir adelante… eso me da fuerza para seguir. Y también porque, aunque no siempre pueda ayudar a todos, sé que algunos de vosotros sí vais a poder hacer cosas increíbles en el futuro. Y si puedo contribuir en algo a eso, entonces vale la pena.

En ese momento, sentí que algo cambiaba dentro de mí. Había pasado de ver al profe Guzmán como un enemigo a verlo como alguien que, al igual que nosotros, estaba atrapado en una situación difícil. Me di cuenta de que su exigencia no era un intento de fastidiarnos, sino un esfuerzo desesperado por cumplir un ideal de enseñanza que él mismo sentía que no podía alcanzar.

Cuando salí del aula, sentí que había ganado algo más importante que una calificación. No sé si era respeto o comprensión, pero desde ese día, empecé a mirar a Guzmán con otros ojos. Empecé a escuchar realmente lo que decía en clase y, poco a poco, vi que lo que él nos pedía no eran “tareas de más”, sino ejercicios para que pensáramos, para que entendiéramos el mundo de una forma más profunda.

Al final del trimestre, pasé su examen con una buena nota, pero lo más importante fue que, gracias a esa charla, entendí que los profes como Guzmán no están aquí para hacernos la vida difícil. Están aquí porque, pese a todas las dificultades, creen en nosotros y luchan por darnos una oportunidad, incluso cuando el sistema les impide hacerlo bien.

En ese momento supe que había dejado de ver a Guzmán como el “profe pesado de Lengua” para verlo como alguien que realmente luchaba por nosotros.

Aitana

Un día de clase

Eran las 8:15 de la mañana, y el timbre sonaba, arrastrándonos de nuestras conversaciones hacia las aulas. Entré a la clase y, como de costumbre, los asientos estaban ocupados, unos 30 estudiantes en un aula que, sinceramente, apenas nos dejaba movernos. Justo a mi lado, en la esquina, estaba Clara, que siempre se sentaba atrás, intentando pasar desapercibida. Últimamente, parecía estar luchando con algo, pero en medio del ruido y la rapidez de cada día, nadie lo notaba. A veces, pienso que ni siquiera ella se daba cuenta de lo cansada y perdida que parecía.

Esa mañana, en Matemáticas, el profesor Carlos comenzó con una explicación sobre funciones cuadráticas, pero al poco tiempo, se vio abrumado por una oleada de manos levantadas. Todos teníamos dudas: algunos confundidos desde el principio, otros bloqueados en la mitad del problema. Carlos trataba de responder, pero la avalancha era imposible de contener. Lo vi suspirar y fruncir el ceño, intentando encontrar alguna manera de que todos entendiéramos. Pero con tantos de nosotros pidiendo ayuda al mismo tiempo, acabamos escuchando una explicación apurada y apresurada que no terminaba de resolver nuestras dudas.

Salí de la clase sintiéndome tan perdida como al principio. Ahí fue cuando vi a Clara en el pasillo, hablando con su tutor. Ella estaba visiblemente molesta y se notaba que había estado llorando. Me acerqué a escuchar sin ser vista y escuché que le decía algo sobre la atención que necesitaba, sobre cómo se sentía perdida en todas las asignaturas y de que los profesores, aunque quisieran ayudarla, simplemente no tenían tiempo.

“¿Por qué no puedes ayudarme más en clase? No puedo ser la única que lo necesita,” decía ella con voz temblorosa. Y entonces, algo que dijo su tutor me llamó la atención.

“Clara, créeme que queremos ayudarte a ti y a todos los que lo necesitan. Pero con tantos alumnos en cada clase y tan pocas horas para cada uno, me faltan recursos para poder darte el apoyo que mereces. Esto no es justo para ti, ni para el resto de tus compañeros.”

Su respuesta me dejó pensando. Era la primera vez que me daba cuenta de cómo la falta de tiempo y atención afectaba directamente a todos, especialmente a aquellos que, como Clara, necesitaban una atención más individualizada. ¿Cómo podía ella salir adelante si no recibía el apoyo necesario? No era que el profesor no quisiera ayudarla; simplemente no podía con tanto.

Al mediodía, la siguiente clase era Educación Física, y ahí fue cuando vi algo que me dio aún más para pensar. Arturo, un amigo de mi curso, acababa de lesionarse en un partido de fútbol. El profesor de Educación Física, como siempre, estaba supervisando varios grupos al mismo tiempo, y no pudo ayudarlo hasta varios minutos después de que Arturo gritara. Más tarde, Arturo me confesó que llevaba semanas con molestias, pero no se había atrevido a decir nada porque no quería ser una “carga” más. “Ya ves que los profes bastante tienen con lo suyo,” me dijo. Ahí me di cuenta de que ni siquiera en el deporte podíamos estar atendidos como merecíamos.

La jornada siguió y, para cuando llegamos a Lengua, casi nadie tenía energía para otra lección. El profesor nos habló de una actividad en la que íbamos a participar, algo organizado por la administración para “promocionar el talento joven”. El plan era que enviáramos poemas y textos que escribiríamos fuera del horario de clase, porque “aquí no tenemos tiempo para trabajar en eso”, dijo. La frustración del profesor era palpable; hasta nosotros, los alumnos, sentíamos que todo estaba diseñado para sumar trabajo sin valorar el tiempo ni el esfuerzo. Pero esta vez, no dije nada. Empezaba a darme cuenta de que no era solo cuestión de un profesor, sino de un problema más grande.

Al día siguiente, durante el recreo, escuché a varios de mis compañeros hablar sobre una huelga de profesores. Algunos decían que era innecesaria, otros que solo querían más dinero. Pero había algo que me chocaba en sus palabras. Me pregunté si realmente sabíamos por qué se quejaban nuestros profesores. ¿De verdad era solo por dinero, o había algo más?

Ese mismo día, decidí hablar con el profesor Carlos después de clase. Cuando me acerqué, noté el cansancio en su rostro, una especie de fatiga que parecía no solo física, sino emocional. Le pregunté directamente: “¿Por qué están haciendo huelga? Todos dicen que es por dinero, pero no creo que sea solo por eso.”

Carlos me miró, sorprendido de que preguntara, y me invitó a sentarme. “¿Sabes, Aitana? No es solo por dinero. Claro que nos gustaría que nuestro trabajo fuera valorado como en otras comunidades, donde el esfuerzo de los profesores se reconoce. Pero hay algo mucho más profundo. Luchamos para que ustedes, los estudiantes, tengan un ambiente de aprendizaje adecuado, para que no se sientan uno más en un grupo enorme, y para que podamos dedicar tiempo de verdad a enseñarles.”

Carlos hizo una pausa y añadió: “Cuando tienes que enseñar a 30 alumnos al mismo tiempo y apenas te quedan fuerzas porque tu jornada es agotadora, cuando tienes montones de papeles que rellenar en lugar de tiempo para pensar en formas creativas de enseñar, todo eso se traduce en menos calidad para ustedes. No estamos pidiendo lujos. Queremos que puedan tener un futuro donde cada profesor pueda escucharlos, ayudarlos, y acompañarlos en cada paso.”

Entonces comprendí. Los profesores estaban luchando por nosotros, no solo por ellos. Todo lo que pedían: reducir el número de alumnos por clase, menos carga burocrática, jornadas más cortas… Todo era para mejorar la forma en que aprendemos. Esa tarde, volviendo a casa, me di cuenta de que la educación no es algo que nos puedan dar a medias; o es de calidad, o no es educación de verdad.

La siguiente vez que escuché a un compañero quejarse de la huelga, le conté todo lo que me había explicado Carlos. Porque, al final, todo lo que nuestros profes están pidiendo es lo que nos permite aprender, comprender, y sentirnos escuchados.

Es increíble cómo algo tan simple como una conversación puede hacerte ver todo de manera diferente. Hoy, cada vez que alguien habla de la huelga, pienso en Clara, en Arturo y en todas esas veces en que he sentido que podría aprender más si hubiera más tiempo y menos ruido. Ahora entiendo que lo que pedimos no es mucho; solo es justicia.

Pablo

Un día que lo cambió todo

Todo comenzó como un día cualquiera. Me desperté, fui al instituto y, como siempre, las clases estaban llenas, ruidosas y caóticas. Lo de siempre, pensé. Nada que no se pudiera soportar. Pero aquella mañana se transformaría en algo que nunca podría olvidar. Y eso que al principio solo era otro día más.

La primera clase era Historia, y aunque siempre me ha gustado, la voz de la profesora se perdía en el fondo de un aula repleta de ruido. Éramos 34 en un espacio donde ni cabíamos. Marta, mi amiga, intentaba tomar apuntes pero, a medida que la profesora pasaba rápidamente de tema en tema, Marta parecía perder el hilo. Poco a poco, se fue encogiendo en su asiento. Noté que se tocaba el brazo y miraba alrededor, intentando que nadie la notara.

Ese mismo día, en la clase de Matemáticas, otro profesor nos pidió que formáramos grupos para resolver unos ejercicios en equipo. Yo terminé en un grupo con Paula, que estaba bastante preocupada. Llevaba varias semanas sin entender nada de lo que explicaban y sentía que el curso estaba por escapársele de las manos. Paula, que siempre había sido brillante, estaba fallando en algo que normalmente dominaba. Intenté ayudarla, pero cada vez que le explicaba algo, otro compañero nos interrumpía con una pregunta nueva, y el profesor, evidentemente agotado, parecía estar a mil kilómetros de distancia.

Pero lo peor llegó al final de la mañana, cuando nuestro tutor nos reunió a todos para darnos una noticia. “Hoy nos va a visitar un orientador del centro”, dijo con tono serio. “Nos gustaría que aquellos que necesiten ayuda puedan hablar con él, porque, como sabéis, no siempre está aquí, y hoy tenemos esa oportunidad.”

Entonces la vi: Marta. Estaba sentada sola en una esquina de la sala, con los brazos cruzados y la mirada baja. Al principio, pensé que se trataba de otra de esas charlas aburridas que organizan de vez en cuando, pero cuando la orientadora la llamó por su nombre, su cara me dejó sin palabras. Marta se levantó, con la cabeza gacha, y se fue a hablar con la orientadora, pero sus ojos estaban rojos, hinchados. Sabía que había algo muy mal, pero ¿qué podía hacer? Así que me quedé allí, esperando.

Cuando regresó, la orientadora se acercó al tutor y, tras una breve charla en voz baja, él pidió a la clase que saliera. Me quedé un momento más en la puerta, fingiendo buscar algo en la mochila para escuchar un poco de lo que decían.

“La situación de Marta es delicada”, decía la orientadora. “Me encantaría poder ver a todos los alumnos que están pasando por lo mismo, pero ya sabes que hoy solo puedo estar aquí hasta mediodía y que las próximas semanas no me toca este centro. Esto me rompe el corazón… si hubiera alguien más aquí, podría dedicar tiempo a todos.”

Con el corazón encogido, salí de la sala. Mi mente estaba aturdida. ¿Cómo era posible que una chica como Marta, que siempre estaba riéndose, estuviera pasando por algo tan grave sin que nadie lo hubiera notado? ¿Y qué clase de sistema hacía que un orientador solo pudiera estar en nuestro instituto unas pocas horas cada mes?

A la hora de la comida, me encontré con Paula en el pasillo. Estaba a punto de llorar; había salido de una charla con el profesor de Matemáticas, quien le había dicho que debía esforzarse más para ponerse al día. Pero Paula, en lugar de sentirse motivada, se veía peor que nunca. Me dijo que últimamente las clases le parecían interminables y que la presión de no poder alcanzar el nivel de los demás la estaba consumiendo. Paula era una de las estudiantes más listas de la clase, y verla tan perdida era un golpe inesperado.

De regreso a casa, no pude dejar de pensar en lo que había pasado. La situación de Marta, la desesperación de Paula… y las preguntas empezaron a acumularse en mi cabeza. Esa misma tarde, le conté a mi madre lo que había pasado y, en medio de la conversación, surgió el tema de las movilizaciones de los profesores.

Le pregunté si de verdad creía que esas huelgas y manifestaciones que tanto criticaban en las noticias podían hacer alguna diferencia. Entonces, mi madre me miró, seria, y me explicó algo que cambió mi perspectiva por completo.

“Los profesores están pidiendo más que un salario justo o condiciones dignas para ellos”, dijo. “Están pidiendo una educación de calidad, en la que cada alumno tenga el apoyo necesario, donde los orientadores puedan estar disponibles para quienes lo necesiten y donde cada clase sea un espacio donde realmente se aprende.”

Esa noche me quedé despierto pensando en todo lo que había visto. Marta, con un problema que nadie había notado hasta que se volvió demasiado grande para ocultarlo; Paula, brillante y ahora desmotivada porque no podía seguir el ritmo de una clase que avanzaba demasiado rápido. Entonces lo entendí: esto no era solo una queja de los profes. Esto era una crisis que nos afectaba a todos.

Cuando regresé al instituto al día siguiente, sentí que lo veía todo de otra manera. A partir de ese momento, cada vez que veía a un profesor esforzarse por atender a demasiados alumnos a la vez, o cuando veía a compañeros quedarse atrás sin poder pedir ayuda, sabía que todo era parte de algo más grande. Era parte de un sistema que necesitaba cambiar.

Ese día, decidí apoyar a mis profesores. Decidí que, aunque me costara entender el sentido de la huelga al principio, no podía ignorar todo lo que había visto, todo lo que Marta y Paula y todos los demás estábamos viviendo. Sabía que, para que nuestra educación fuera realmente justa, algo tenía que cambiar. Y entendí que la lucha de nuestros profesores era también nuestra lucha.

Shopping Basket